El zar y la camisa
Una vez
había un zar que se encontraba enfermo y dijo:
—Daré la mitad de mi reino a quien me cure. Entonces todos los sabios se reunieron y celebraron una junta para curar al Zar, mas no encontraron medio alguno. Pese a todo, uno de aquellos sabios dijo que él podía curar al zar. —Si sobre la tierra se encuentra un hombre feliz -dijo-, quítesele la camisa y que se la ponga el Zar, con lo que éste será curado. |
El Zar
hizo buscar en su reino a un hombre feliz. Los enviados del soberano se
esparcieron por todo el reino, mas no pudieron descubrir a un hombre feliz. No
encontraron un hombre contento con su suerte: el uno era rico, pero estaba
enfermo; el otro gozaba de salud, pero era pobre; aquél, rico y sano, quejábase
de su mujer; éste de sus hijos; todos deseaban algo.
Cierta
noche, muy tarde, el hijo del Zar, al pasar frente a una pobre choza, oyó que
alguien exclamaba:
—Gracias
a Dios he trabajado y he comido bien. ¿Qué me falta?
El hijo
del Zar sintiose lleno de alegría; inmediatamente mandó que le llevaran la
camisa de aquel hombre, a quien, en cambio, había de darse cuanto dinero
exigiera.
Los enviados presentáronse a toda prisa en la casa de aquel hombre para quitarle la camisa; pero el hombre feliz era tan pobre, que no tenía camisa.
Los enviados presentáronse a toda prisa en la casa de aquel hombre para quitarle la camisa; pero el hombre feliz era tan pobre, que no tenía camisa.
El juez sabio
El emir
de Argelia, Bauakas, quiso averiguar si era cierto o no, como le habían dicho,
que en una de sus ciudades vivía un juez justo que podía discernir la verdad en
el acto, y que ningún pillo había podido engañarle nunca. Bauakas cambió su
ropa por la de un mercader y fue a caballo a la ciudad donde vivía el juez.
A la
entrada de la ciudad, un lisiado se acercó al emir y le pidió limosna. Bauakas
le dio dinero e iba a seguir su camino, pero el tullido se aferró a su ropaje.
– ¿Qué deseas?
-preguntó el emir- ¿No te he dado dinero?
– Me
diste una limosna -dijo el lisiado- ahora hazme un favor. Déjame montar contigo
hasta la plaza principal, ya que de otro modo los caballos y camellos pueden
pisotearme.
Bauakas sentó al lisiado detrás de él sobre el
caballo y lo llevó hasta la plaza. Allí detuvo su caballo, pero el lisiado no
quiso bajarse.
– Hemos llegado a la plaza, ¿por qué no te bajas?
–preguntó Bauakas.
– ¿Por qué tengo que hacerlo? -contestó el
mendigo-. Este caballo es mío. Si no quieres devolvérmelo, tendremos que ir a
juicio.
Al oír su disputa, la gente se arremolinó
alrededor de ellos gritando:
– ¡Id al juez! ¡Él juzgará!
|
Bauakas y
el lisiado fueron al juez. Había más gente ante el tribunal y el juez llamaba a
cada uno por turno. Antes de llegar a Bauakas y al lisiado, escuchó a un
estudiante y a un campesino. Habían ido al tribunal a causa de una mujer: el
campesino decía que era su esposa y el estudiante decía que era la suya. El
juez escuchó a los dos, permaneció en silencio durante un momento, y luego
dijo:
– Dejad a
la mujer aquí conmigo y volved mañana.
Cuando se
hubieron ido, un carnicero y un mercader de aceite se presentaron ante el juez.
El carnicero estaba manchado de sangre y el mercader de aceite. El carnicero
llevaba unas monedas en la mano y el mercader de aceite se agarraba a la mano
del carnicero.
– Estaba
comprando aceite a este hombre - dijo el carnicero - y, cuando cogí mi bolsa
para pagarle, me cogió la mano e intentó quitarme todo el dinero. Por eso hemos
venido ante ti; yo sujetando mi bolsa y él sujetando mi mano. Pero el dinero es
mío y él es un ladrón.
A
continuación habló el mercader de aceite:
– Eso no
es verdad -dijo-. El carnicero vino a comprarme aceite y después de llenarle un
jarro, me pidió que le cambiara una pieza de oro. Cuando saqué mi dinero y lo
puse en el mostrador, él lo cogió e intentó huir. Lo agarré de la mano, como
ves, y lo he traído ante ti.
El juez
permaneció en silencio durante un momento, luego dijo:
– Dejad
el dinero aquí conmigo y volved mañana.
Cuando
llegó su turno, Bauakas contó lo que había sucedido. El juez lo escuchó y
después pidió al mendigo que hablara.
– Todo lo
que ha dicho es falso -dijo el mendigo-. Él estaba sentado en el suelo y yo iba
a caballo por la ciudad, cuando me pidió que lo llevase. Lo monté en mi caballo
y lo llevé a donde quería ir. Pero, cuando llegamos allí, no quiso bajarse y
dijo que el caballo era suyo, lo cual no es cierto.
El juez
pensó un momento, luego habló:
– Dejad
el caballo conmigo y volved mañana.
Al día
siguiente, fue mucha gente al tribunal a escuchar las sentencias del juez.
Primero
vinieron el estudiante y el campesino.
– Toma tu
esposa -dijo el juez al estudiante- y el campesino recibirá cincuenta
latigazos.
El
estudiante tomó a su mujer y el campesino recibió su castigo.
Después,
el juez llamó al carnicero.
– El
dinero es tuyo -le dijo. Y señalando al mercader de aceite, ordenó:
– Dadle
cincuenta latigazos.
A
continuación llamó a Bauakas y al lisiado.
–
¿Reconocerías tu caballo entre otros veinte? -preguntó a Bauakas.
– Sí
-respondió.
– ¿Y tú?
-preguntó al mendigo.
– También
-dijo el lisiado.
– Ven
conmigo -dijo el juez a Bauakas.
Fueron al
establo . Bauakas señaló inmediatamente a su caballo entre los otros veinte.
Luego el juez llamó al lisiado al establo y le dijo que señalara el caballo. El
mendigo también reconoció el caballo y lo señaló. El juez volvió a su asiento.
– Coge el
caballo, es tuyo -dijo a Bauakas- Dad al mendigo cincuenta latigazos.
Cuando el
juez salió del tribunal y se fue a su casa, Bauakas le siguió.
– ¿Qué
quieres? -le preguntó el juez-. ¿No estás satisfecho con mi sentencia?
– Estoy
satisfecho -dijo Bauakas-. Pero me gustaría saber cómo supiste que la mujer era
del estudiante, el dinero del carnicero y que el caballo era mío y no del
mendigo.
– De este
modo averigüé lo de la mujer: por la mañana la mandé llamar y le dije: «¡Por
favor, llena mi tintero !» Ella cogió el tintero, lo lavó rápida y hábilmente y
lo llenó de tinta; por lo tanto, era una tarea a la que ella estaba
acostumbrada.
Si hubiera
sido la mujer del campesino, no hubiera sabido cómo hacerlo. vEsto me demostró
que el estudiante estaba diciendo la verdad. Y de esta manera supe lo del
dinero: lo puse en una taza llena de agua, y por la mañana miré si había subido
a la superficie algo de aceite. Si el dinero hubiera pertenecido al mercader de
aceite, se hubiera ensuciado con sus manos grasientas. No había aceite en el
agua, por lo tanto, el carnicero decía la verdad. Fue más difícil descubrir lo
del caballo. El tullido lo reconoció entre otros veinte, igual que tú. Sin
embargo, yo no os llevé al establo para ver cuál de los dos conocía al caballo,
sino para ver cuál de los dos era reconocido por el caballo. Cuando te
acercaste, volvió su cabeza y estiró el cuello hacia ti; pero cuando el lisiado
lo tocó, echó hacia atrás sus orejas y levantó una pata. Por lo tanto supe que
tú eras el auténtico dueño del caballo.
Entonces,
Bauakas dijo al juez:
– No soy
un mercader sino el emir Bauakas. Vine aquí para ver si lo que se decía sobre
ti era verdad. Ahora veo que eres un juez sabio. Pídeme lo que quieras y te lo
daré como recompensa.
– No
necesito recompensa, -respondió el juez-. Estoy contento de que mi emir me haya
elogiado.
Los melocotones
El music
(campesino ruso) Tikhon Kuzmitch, al regresar,de la ciudad, llamó a sus hijos.
—Mirad
-les dijo- el regalo que el tío Ephim os envía.
Los niños
acudieron: el padre deshizo un paquete.
—¡Qué
lindas manzanas! -exclamó Vania, muchacho de seis años-. ¡Mira, María, qué
rojas son!
—No,
probable es que no sean manzanas -dijo Serguey, el hijo mayor-. Mira la
corteza, que parece cubierta de vello.
—Son
melocotones -dijo el padre-. No habíais visto antes fruta como ésta. El tío
Ephim los ha cultivado en su invernadero, porque se dice que los melocotones
sólo prosperan en los países cálidos, y que por aquí sólo pueden lograrse en
invernaderos.
—¿Y qué
es un invernadero? -dijo Volodia, el tercer hijo de Tikhon.
—Un
invernadero es una casa cuyas paredes y techo son de vidrio.
El tío
Ephim me ha dicho que se construyen de este modo para que el sol pueda
calentar las plantas. En invierno, por medio de una estufa especial, se
mantiene allí la misma temperatura.
—He ahí
para ti, mujer, el melocotón más grande; y estos cuatro para vosotros, hijos
míos.
|
—Bueno
-dijo Tikhon, por la noche- ¿cómo halláis aquella fruta?
—Tiene un
gusto tan fino, tan sabroso -dijo Serguey- que quiero plantar el hueso en un
tiesto; quizá salga un árbol que se desarrollará en la isba .
—Probablemente
serás un gran jardinero; ya piensas en hacer crecer los árboles -añadió el
padre.
—Yo
-prosiguió el pequeño Vania- hallé tan bueno el melocotón, que he pedido a mamá
la mitad del suyo; ¡pero tiré el hueso!
—Tú eres
aún muy joven -murmuró el padre.
—Vania
tiró el hueso -dijo Vassili, el segundo hijo -pero yo lo recogí y lo rompí.
Estaba muy duro, y adentro tenía una cosa cuyo sabor se asemejaba al de la
nuez, pero más amargo. En cuanto a mi melocotón, lo vendí en diez kopeks; no
podía valer más. Tikhon movió la cabeza.
—Pronto
empiezas a negociar. ¿Quieres ser comerciante? iY tú, Volodia, no dices nada!
¿Por qué? -preguntó Tikhon a su tercer hijo, que permanecía aparte.
—¿ Tenía
buen gusto tu melocotón?
—iNo sé!
-respondió Volodia.
—¿Cómo
que no lo sabes? - replicó el padre- ¿acaso no lo comiste?
—Lo he
llevado a Grincha -respondió Volodia-. Está enfermo, le conté lo que nos
dijiste acerca de la fruta aquella, y no hacía más que contemplar mi melocotón;
se lo di, pero él no quería tomarlo; entonces lo dejé junto a él y me marché.
El padre
puso una mano sobre la cabeza de aquel niño y dijo:
-Dios te
lo devolverá.
El vestido nuevo del zar
Había una vez un zar al que le gustaban mucho los vestidos fastuosos y sólo pensaba en vestirse del mejor modo posible.
Un día se le presentaron dos sastres y le dijeron:
—Nosotros podemos hacerte un vestido tan hermoso como nunca nadie ha tenido en ninguna época y además tiene la ventaja que aquél que sea necio y no sea digno del cargo que ocupa, no podrá verlo. Sólo el inteligente será capaz de ver el vestido.
El zar se alegró de la proposición que le hacían los sastres y los encomendó el vestido.
Se dieron a los sastres piezas de paño para trabajar, terciopelo, seda, oro y todo cuanto es preciso para hacer el vestido.
Pasaron ocho días y el zar envió un ministro para saber cómo anadaban los trabajos de confección..
El ministro llegó y pidió el vestido a los sastres, que le respondieron que ya estaba listo, mostrándoles para que lo vieran un lugar vacio. El ministro, que sabía que aquél que fuera necio e indigno de su puesto no sería capaz de ver aquel vestido, fingió verlo y los felicitó.
El zar se hizo llevar aquel vestido. Se lo presentaron, y también le indicaron un lugar vacío. El zar también fingió ver el vestido nuevo; se quitó el que llevaba y ordenó que le pusieran aquellas prendas magníficas.
Cuando el zar salió salía de paseo por la ciudad, todo el mundo veía que iba desnudo, pero nadie se atrevía a decirlo, sabiendo que únicamente los necios no podían ver el vestido, y cada cual pensaba que era él sólo quien no lo veía.
El zar se paseaba por la ciudad y todos sus súbditos admiraban el nuevo vestido.
De pronto un niño se fijó en el zar y dijo:
—¡Mirad! ¡El zar se pasea desnudado por la ciudad!
El zar sintió que la vergüenza se apoderaba de él, y todo el mundo comprendió que quedó todo avergonzado, y todo el mundo comprendió que, efectivamente, el zar iba desnudo por la calle.
Había una vez un niño que se llamaba FIlipok . Un día de
todos los muchachos se fueron a la escuela .Filipok tomó su gorro y quiso
también ir con ellos, pero su madre le dijo:
_¿A dónde vas, Filipok?
_ A la escuela .
_ Todavía eres muy pequeño.No salgas._Y lo dejó en casa .
Los muchachos partieron a la escuela . El padre muy temprano
se fue al bosque y la madre a su jornal. En casa quedaron la abuela, acostada
en lo alto del horno, y Filipok.
La abuela se quedó dormida y Filipok estaba muy aburrido
solo. Buscó su gorro pero no lo encontró.
Entonces tomó un viejo gorro de piel de su padre y se marchó
a la escuela.
La escuela estaba al otro lado de la aldea junto a la
iglesia. Mientras Filipok caminaba por su calle, los perros no le hicieron
nada, porque lo conocían. Pero cuando se alejó de ella, la perrita Zhuchka se
puso a ladrarle y tras ella apareció un enorme perro que se llamaba lobo
.Filipok corrió desesperado y los perros lo siguieron. Entonces el chico comenzó
a gritar y, de pronto, dio un traspiés y cayó al suelo. En ese momento apareció
un campesino, espantó a los perros y le preguntó a Filipok´.
¿A dónde corres solito, pilluelo?
Filipok guardó silencio ,se levantó y siguió corriendo con
todas sus fuerzas. Cuando llegó a la escuela no vio a nadie en la puerta. Pero oyó
el bullicio de los muchachos. Filipok tuvo miedo:
“y si el maestro me va a poner de patitas en la calle?”
SE detuvo un instante a pensar. Si se volvía a casa los
perros le saldrían al camino nuevamente,
pero si entraba…El profesor le daba mucho miedo.
-¿Qué haces afuera si todos los demás están en clase?
Filipok entró en la escuela decidido y, una vez en el
zaguán, se quitó el gorro de piel y entreabrió una puerta. La sala estaba llena
de muchachos y de todos hablaban a la vez. El maestro, con una bufanda roja al
cuello, se paseaba en medio del bullicio. De pronto vio a Filipok y le dijo:
¿Qué haces por aquí?
El niño callaba, con su gorro entre las manos.-
-¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
-¿Acaso eres mudo?
Filipok estaba tan asustado que no era capaz de decir una
palabra.
-Bueno, si no quieres hablar es mejor que te vayas a casa.
Filipok quería explicarlo todo, pero del miedo se le secó la
garganta. Miró al maestro y prorrumpió en llanto.
El maestro se enterneció y acariciándole la cabeza se
dirigió a los muchachos
-¿Quién es este chico?
-Es Filipok, el hermano de Kostia. Hace mucho quiere venir a
la escuela, pero su madre no lo deja y hoy ha venido a escondidas.
-Está bien, siéntate junto a tu hermano. Hablaré con tu
madre para que te deje venir a clases.
Luego el maestro comenzó a enseñarle las letras.
Filipok ya las conocía y sabía leer, aunque lentamente.
-A ver ,leéme tu nombre.
-Fi- li-pok.
Todos los muchachos se rieron.
-Muy bien-dijo el maestro-¿Pero quién te ha enseñado a leer?
-Mi hermano. Soy despabilado, no me ha costado nada.¡Soy muy
listo!
-ya tendrás tiempo para dártelas de sabio. Es mejor que
ahora empieces a estudiar.
Desde entonces Filipok va a la escuela igual que todos los
muchachos.
El hueso de
la ciruela.
Una
madre compró ciruelas para darlas de postre a sus hijos. Las frutas estaban en
un plato. Vania nunca las había comido y no hacía más que olerlas. Le gustaron
mucho su color y su aroma y sintió deseos de probarlas. Todo el tiempo andaba
rondando las ciruelas. Y cuando quedó solo en la habitación, no pudo
contenerse, tomó una y la comió. Antes del almuerzo la madre contó las ciruelas
y vio que faltaba una. Se lo dijo al padre. Durante el almuerzo, el padre
preguntó:
—Díganme,
hijitos, ¿no ha comido ninguno de ustedes una ciruela?
—No —contestaron todos.
Vania se puso rojo como la grana y dijo también:
—Yo tampoco lo he hecho.
Entonces el padre dijo:
—Uno de ustedes ha sido, y eso no ésta bien. Pero eso no es lo peor. Lo peor es
que las ciruelas tienen huesos, y si alguien no sabe comerlas y se traga uno,
se muere al día siguiente, eso es lo que temo.
Vania se puso pálido y dijo:
—El hueso lo arrojé por la ventana.
Todos se echaron a reír, pero Vania
estalló en sollozos
LA NIÑA Y LAS SETAS
Dos niñas iban a casa llevando setas.
Tenían que cruzar la vía del tren. Creyeron que la máquina estaba lejos, escalaron el talud y empezaron a atravesar los raíles.
Entonces se oyó el retumbo del tren. La mayor de las niñas volvió atrás corriendo, y la pequeña atravesó la vía.
La mayor se puso a gritar a su hermana:
–¡Quédate donde estás!
Pero el tren llegaba tan cerca y armaba tanto ruido que la pequeña no entendió: creía que le mandaban volver. Se metió entre los raíles, dio un tropezón, las setas se le cayeron y se puso a recogerlas.
El tren se echaba encima, y el maquinista hizo sonar el silbato con todas sus fuerzas.
La niña mayor gritaba:
–¡Deja las setas! –pero la pequeña entendió que le mandaban recoger las setas, y se arrastraba por la vía.
El maquinista no pudo frenar. La máquina se acercó, silbando con toda su fuerza, y atropelló a la niña.
Su hermana chillaba y lloraba. Los pasajeros se asomaron a las ventanillas de los vagones, y el revisor fue corriendo al extremo del tren para ver qué había sido de la niña.
Cuando el tren pasó, todos la vieron, echada entre los raíles, boca abajo e inmóvil.
Después, cuando el tren estaba ya lejos, la niña alzó la cabeza; se puso, dando un brinco, de
Tenían que cruzar la vía del tren. Creyeron que la máquina estaba lejos, escalaron el talud y empezaron a atravesar los raíles.
Entonces se oyó el retumbo del tren. La mayor de las niñas volvió atrás corriendo, y la pequeña atravesó la vía.
La mayor se puso a gritar a su hermana:
–¡Quédate donde estás!
Pero el tren llegaba tan cerca y armaba tanto ruido que la pequeña no entendió: creía que le mandaban volver. Se metió entre los raíles, dio un tropezón, las setas se le cayeron y se puso a recogerlas.
El tren se echaba encima, y el maquinista hizo sonar el silbato con todas sus fuerzas.
La niña mayor gritaba:
–¡Deja las setas! –pero la pequeña entendió que le mandaban recoger las setas, y se arrastraba por la vía.
El maquinista no pudo frenar. La máquina se acercó, silbando con toda su fuerza, y atropelló a la niña.
Su hermana chillaba y lloraba. Los pasajeros se asomaron a las ventanillas de los vagones, y el revisor fue corriendo al extremo del tren para ver qué había sido de la niña.
Cuando el tren pasó, todos la vieron, echada entre los raíles, boca abajo e inmóvil.
Después, cuando el tren estaba ya lejos, la niña alzó la cabeza; se puso, dando un brinco, de
EL
INCENDIO
Era la época de la cosecha. Los hombres y las mujeres habían ido al
campo. En la aldea quedaban sólo los viejos y los niños. En una isba se hallaba
una abuelita, con sus tres nietos. Después de encender la estufa, la vieja se
echó a descansar. Se tapó la cabeza con una toalla para preservarse de las
moscas, y, en breve, se quedó dormida. Su nietecita Masha, una niña de tres
años, abrió la estufa y, sacando una brasa con un tiesto roto, se la llevó al
zaguán. Los mujeres habían dejado allí montones de haces de trigo, para atarlos
en gavillas. Masha puso la brasa debajo de los haces; y empezó a soplar. Al ver
que se prendían, muy contenta, volvió a la isba a buscar a su hermanito
Kiriuska, de año y medio, que acababa de aprender a andar.
-Mira, Kiriusha, cómo he encendido la estufa -dijo.
Los haces ardían crepitando. Cuando el zaguán se llenó de humo. Masha, muy asustada, corrió a la isba. Kiriusha se cayó en el umbral, se hizo daño en la nariz, y empezó a llorar. Masha le ayudó a entrar en la isba y ambos se escondieron debajo de un banco. La abuelita no había oído nada y seguía durmiendo. El hermano mayor, Vania, que tenía ocho años, estaba en la calle. Al ver el humo corrió al zaguán. Atravesando la humareda, penetró en la isba para llamar a su abuelita. Esta se despertó sobresaltada y, perdiendo la cabeza, olvidó a los niños. Se lanzó a la calle a buscar gente. Masha seguía debajo del banco, en silencio; pero el pequeñín gritaba, porque le dolía la nariz. Al oírlo, Vania miró debajo del banco, y gritó a Masha:
-¡Sal de ahí! ¡Corre!
La niña se precipitó hacia el zaguán, pero el humo y las llamas le impidieron pasar. Entonces volvió sobre sus pasos. Vania abrió la ventana; y dijo a su hermana que saliera por ella. Cuando la niña lo hubo hecho, agarró al pequeño para arrastrarlo tras de sí. Pero el niño pesaba mucho, y no se dejaba llevar. Lloraba empujando a Vania, que cayó dos veces antes de llegar a la ventana. La puerta de la isba se había prendido ya. Vama sacó la cabeza de su hermanito por la ventana, pero el pequeño se había asustado mucho y, agarrándose con las manitas al alféizar, no lo soltaba. Entonces Vania gritó a Masha:
-¡Agárralo por la cabeza y tira de él!
Y empujó al niño desde dentro. Así fue como lo sacaron por la ventana.
-Mira, Kiriusha, cómo he encendido la estufa -dijo.
Los haces ardían crepitando. Cuando el zaguán se llenó de humo. Masha, muy asustada, corrió a la isba. Kiriusha se cayó en el umbral, se hizo daño en la nariz, y empezó a llorar. Masha le ayudó a entrar en la isba y ambos se escondieron debajo de un banco. La abuelita no había oído nada y seguía durmiendo. El hermano mayor, Vania, que tenía ocho años, estaba en la calle. Al ver el humo corrió al zaguán. Atravesando la humareda, penetró en la isba para llamar a su abuelita. Esta se despertó sobresaltada y, perdiendo la cabeza, olvidó a los niños. Se lanzó a la calle a buscar gente. Masha seguía debajo del banco, en silencio; pero el pequeñín gritaba, porque le dolía la nariz. Al oírlo, Vania miró debajo del banco, y gritó a Masha:
-¡Sal de ahí! ¡Corre!
La niña se precipitó hacia el zaguán, pero el humo y las llamas le impidieron pasar. Entonces volvió sobre sus pasos. Vania abrió la ventana; y dijo a su hermana que saliera por ella. Cuando la niña lo hubo hecho, agarró al pequeño para arrastrarlo tras de sí. Pero el niño pesaba mucho, y no se dejaba llevar. Lloraba empujando a Vania, que cayó dos veces antes de llegar a la ventana. La puerta de la isba se había prendido ya. Vama sacó la cabeza de su hermanito por la ventana, pero el pequeño se había asustado mucho y, agarrándose con las manitas al alféizar, no lo soltaba. Entonces Vania gritó a Masha:
-¡Agárralo por la cabeza y tira de él!
Y empujó al niño desde dentro. Así fue como lo sacaron por la ventana.
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